Por qué fracasan los países
Daron
Acemoglu, James A. Robinson
Siempre
han existido intentos de ir más allá de la explicación de los
hechos históricos; ensayos que pretenden encontrar la “fórmula”,
el conjunto de mecanismos que expliquen por qué se producen los
acontecimientos y cómo evolucionarán en el futuro. “La
decadencia de Occidente”, en el
que Splenger presenta la historia como un hecho cultural; los libros
de Jared Diamod, que propone una explicación geográfica para
describir el devenir de las naciones; los recientes “Imperios”
(Burbank & Cooper), “El sueño
del Imperio” (John Darwin) –
estos dos en realidad son más bien descriptivos -, “¿Por
qué manda Occidente?” (Ian
Morris) – en el que establece ¡una escala numérica! con la que
determinar el papel que jugará cada país en el futuro - y bastantes
más, la mayoría de ellos publicados en inglés.
Todos
son interesantes e invitan a la reflexión. Pero desde que se publicó
en 2012, este “Por qué fracasan
los países”, escrito por un
economista y un politólogo, ha atraído casi todas las miradas.
Está
escrito en un estilo llano y accesible y estructurado con una
claridad admirable. En el primer capítulo se presentan dos
localidades separadas solo por unos metros: Nogales (Arizona) y la
Nogales mexicana, y se describen las enormes diferencias de
prosperidad, servicios y oportunidades que existen entre ellas. En el
capítulo siguiente se analizan las diferentes teorías con las que
históricamente se ha intentado explicar por qué unos países
prosperan y otros no señalando las inconsistencias que los autores
ven en ellas (pg. 89):
“Defenderemos
la idea de que, para comprender la desigualdad en el mundo, tenemos
que entender por qué algunas sociedades están organizadas de una
forma muy ineficiente y socialmente indeseable. (…) Como
mostraremos, los países pobres lo son porque quienes tienen el poder
toman decisiones que crean pobreza. No lo hacen bien, no porque se
equivoquen o por su ignorancia, sino a propósito. Para comprenderlo
(…) debemos estudiar cómo se toman realmente las decisiones, quién
las toma y por qué estas personas deciden hacer lo que hacen.”
Y
en el tercer capítulo establecen su tesis principal (pg. 98):
“Las
instituciones económicas extractivas tienen como objetivo extraer
rentas y riqueza de un subconjunto de la sociedad para beneficiar a
un subconjunto distinto”
En
contraposición a esas instituciones extractivas existen las
inclusivas, que posibilitan una participación más plural en la toma
de decisiones mediante la presencia de grupos de interés
diversificados, representativos de mayores bloques de población, lo
que permite la generación riqueza, la existencia de incentivos y la
destrucción positiva (sustitución de modelos ya existentes por
otros nuevos, con el consiguiente cambio tecnológico). En
definitiva, las instituciones inclusivas cambian los mercados y
medios de producción y favorecen la destrucción creativa.
En
las instituciones de cualquier país hay una mezcla de
comportamientos inclusivos y extractivos, de manera que no todas las
naciones, incluso perteneciendo al mismo ámbito cultural, se
desarrollan del mismo modo. Son estas pequeñas divergencias, que
provocan distintas reacciones ante circunstancias históricas
excepcionales, las que determinan que unas naciones logren el éxito
y otras no.
En
los diferentes capítulos se argumenta con ejemplos históricos
(pasados y presentes) muy claros la teoría de que la naturaleza
de las instituciones de un país es la que permite o imposibilita el
desarrollo económico y tecnológico de la nación. Por lo tanto la
instauración del libre mercado, si no va acompañada de un cambio
inclusivo en las instituciones, no permitirá el desarrollo del país
(en contra de la opinión “liberal” imperante):
“Países
como Afganistán son pobres debido a sus instituciones extractivas
(que dan como resultado la inexistencia de derechos de propiedad, ley
y orden o buenos sistemas legales y que conducen al dominio
asfixiante de la vida política y económica ejercido por las élites
nacionales e, incluso, locales)”
Para
según qué “estadistas”, “expertos” y “periodistas” este
libro debe haber sido una píldora de
cianuro, bien lejana de aquella Arcadia feliz que dibujó Fukuyama en
“El fin de la Historia”
que jamás existió salvo en en el
interior de algunas mentes y
cuentas corrientes.