Hitler (1936-1945)
Ian Kershaw
Este libro es como la Caja de
Pandora: contiene todos los horrores, todos emanados de una mente desquiciada y
del abuso del poder sin ningún freno ético ni moral.
Kershaw retoma la narración con
Hitler canciller, en el cénit de su popularidad y, tras sus éxitos iniciales,
más convencido que nunca de su infalibilidad a la hora de juzgar las reacciones
de sus oponentes. Esto le conduce a subir las apuestas anexionándose Austria y
luego al órdago por los Sudetes y la desmembración de Checoslovaquia,
abandonada a su suerte por el resto de potencias. La reiteración de los abusos,
el incumplimiento de los pactos, el cinismo ya evidente para todos, condujeron
a Francia e Inglaterra a fijar la preservación de Polonia frente a las
ambiciones alemanas como la línea roja que no se podía atravesar. Hitler
consideró que, entre el temor a la guerra y el cumplimiento de los acuerdos,
las potencias occidentales cederían de nuevo y su régimen continuaría con la
expansión territorial. Ninguna reunión con otros dirigentes le hizo ver su
error (Lord Halifax, en la última cumbre antes de la guerra, le comunicó a
Chamberlain que “Herr Hitler no piensa de
forma racional y muy probablemente esté loco”).
Finalmente se desató la guerra y,
a partir de ese momento, el salvajismo más radical contra las minorías, los
judíos, los enfermos y, en definitiva, contra cualquiera que el nazismo
considerase indigno de vivir. Un salvajismo conocido por la población (no así
los planes respecto a los judíos, que siempre se mantuvieron lo más secretos
posibles) del que paradójicamente se consideraba ajeno a su principal impulsor;
Hitler, hasta los desastres militares en el este, logró mantener en Alemania
una imagen pública de probidad, quedando al margen de las atrocidades, de las
que se consideraba responsables a los corruptos funcionarios nazis, que engañaban
al Führer, el cual no se enteraba de la realidad. Una farsa dentro de otra
farsa.
Sorprenden los resultados
militares conseguidos por los alemanes en los dos primeros años de guerra. Los
planes militares estaban completamente subordinados al criterio de Hitler, que
era un aficionado; el gobierno era totalmente inconexo, con decenas de
ministerios, consejerías y órganos políticos cuyas funciones se solapaban en un
caos en el que la última palabra la tenía siempre el dictador; el funcionariado
nazi era completamente corrupto y, por si fuera poco, la guerra pilló tan
desprevenido y casi igual de poco preparado al agresor como al resto de
naciones. Una anécdota significativa es cómo se “planeó” la invasión de
Noruega, cuyo diseño se le encomendó al general Nikolaus von Falkenhorst solo
por haber servido en Finlandia durante la Primera Guerra Mundial y a quien no
se le proporcionó ningún tipo de información: la planificación la hizo encerrándose
en la habitación de un hotel usando como material de consulta una guía de
Noruega.
Las victorias iniciales dieron
paso a un estancamiento en el que se hizo evidente que Alemania no disponía de
capacidad para lograr la rendición de Inglaterra por la fuerza y que el paso
del tiempo haría que sus enemigos dispusieran de más capacidad militar,
económica e industrial, lo que condujo a Hitler a ordenar la invasión de la
Unión Soviética en un intento de derrotar el único apoyo continental de los
ingleses. La invasión se hizo sin disponer de suficiente información sobre el
enemigo y rápidamente se la disfrazó de Cruzada y se ordenó al ejército que
actuara omitiendo cualquier legislación internacional sobre derechos humanos.
De nuevo todo comenzó con éxitos espectaculares (que exacerbaron la confianza
de Hitler en su propio criterio) debido en gran parte a los errores de Stalin,
empeñado en inmiscuirse en la planificación militar (error que corrigió en
pocos meses) y reacio a confiar en los servicios de inteligencia británicos,
que le alertaron de varias ofensivas alemanas antes de que se produjesen.
A finales de 1942 la mayor
capacidad material y humana de los aliados y su trabajo coordinado en todos los
frentes del conflicto (algo que el Eje nunca hizo) comenzaron a dar frutos y a
provocar la implosión militar y económica de Alemania. El derrumbe no modificó
un ápice la posición de Hitler (vencer o morir), que en ningún momento expresó
la más mínima condolencia por los soldados y civiles víctimas del conflicto. El
empeoramiento de su salud y la evidencia de que solo quedaba esperar la derrota
no corrigieron su costumbre de distorsionar los hechos adaptándolos a una
explicación fantástica que lo eximía de cualquier error o responsabilidad (los
militares le traicionaban porque no seguían sus órdenes, los judíos urdieron un
complot mundial para acabar con Alemania, las nuevas armas alterarían el curso
de la guerra, las ficciones entre los Aliados acabarían con su alianza, etc.).
Muy interesante el capítulo
dedicado a los intentos de asesinato contra Hitler, de los que se libró en dos
ocasiones por pura suerte y que pone de manifiesto la fortaleza del régimen
policial establecido por los nazis, capaz de controlar a la población y
desintegrar cualquier intento de oposición.
Una vez terminada la lectura, la sensación más viva es que Hitler nunca fue
un ser humano completo. Todas sus relaciones personales conocidas estaban
presididas por el sentido de la utilidad, de lo que Hitler podía obtener de la
persona; para ello se valía de la máscara del mando o de la del hombre de
modales caballerescos y anticuados, pero solo como una representación; siempre fue
indiferente a la suerte de sus semejantes. Un monstruo que logró ser
convincente y desencadenó la peor catástrofe de la historia de Europa.