miércoles, 22 de julio de 2020

Entre el miedo y la libertad


Entre el miedo y la libertad
David M. Kennedy

Uno de esos ensayos raros por la brillantez reunida: contenido y forma; prosa de altura para describir con minuciosidad en lo social, en lo económico y en lo político el camino que recorrió Estados Unidos desde la Gran Depresión hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

El arco que dibuja Kennedy comienza con el presidente Hoover (“el ingeniero”), un hombre brillante, con un recorrido internacional deslumbrante en la empresa privada y unos conocimientos técnicos apabullantes que fracasó en la gestión política de la enorme tormenta económica de 1929.

El testigo lo recogió Roosevelt, casi la antítesis de su predecesor; un hombre sibilino, astuto, que nunca reveló a nadie sus auténticos pensamientos; brillante en la diplomacia y en la consecución de acuerdos e incoherente en sus formulaciones económicas y políticas; oportunista, si pensaba que ceder en el momento le convenía para conseguir sus objetivos a largo plazo, lo hacía sin rubor. Una figura singular, de una influencia enorme, elegido cuatro veces para el cargo (la cuarta testimonial porque falleció meses después), que rompió todos los precedentes al intentar más de un segundo mandato consecutivo, hasta el punto que la vigesimosegunda enmienda, que limita el número de mandatos presidenciales a dos, se aprobó en 1947 debido en gran parte al temor del Congreso a que el país terminara siendo un régimen presidencial.

El camino de Roosevelt fue tortuoso y, visto día a día, evitando la reelaboración del pasado desde el conocimiento del presente, se muestra contradictorio, lleno de decisiones opuestas y de pasos adelante y atrás. Sin embargo, lo cierto es que el presidente consiguió llevar a cabo en líneas generales las grandes reformas de las que sólo había esbozado una idea superficial: en 1937 la situación económica había mejorado sustancialmente respecto a su primer año en el puesto (1932), se habían asentado los cimientos de la primera Seguridad Social que había conocido el país, se había ordenado el caótico sistema bancario y se había abordado el espinoso asunto de la reforma del Tribunal Supremo, visto por la población como un lugar sacrosanto, y que se oponía sistemáticamente a cualquier intento de legislar desde el Gobierno las condiciones de contratación que las empresas ofrecían a los trabajadores.

A pesar de todo, los problemas seguían siendo colosales: millones de parados, una nueva recesión en 1937 que parecía capaz de tumbar los logros conseguidos, enormes tensiones raciales que Roosevelt evitaba abordar debido a su dependencia del apoyo de los demócratas de los estados del sur y una obstinada reticencia de la mayoría de la nación a involucrarse en cuestiones internacionales, independientemente de su naturaleza e influencia en los asuntos del propio país.

Y entonces llegó el hiato de la guerra. Roosevelt tuvo clara la necesidad de involucrarse desde el comienzo, pero sólo dio pasos discretos y titubeantes ante la resistencia, incluso dentro de su propio partido, a abandonar el aislacionismo. En 1940 Roosevelt sería elegido para un inédito tercer mandato, durante el que se aceleró la conversión de toda la producción industrial del país en una industria de guerra y Pearl Harbor sería el detonante de la participación en el conflicto (algo que probablemente habría sucedido de todos modos).

La guerra trajo a Estados Unidos una prosperidad desconocida. El enfoque de producción en cadena, los colosales recursos materiales y humanos del país y su lejanía de todos los escenarios de combate, condujeron a la construcción de fábricas en las que trabajaban 40.000 personas que producían un bombardero al día. En 1944 Estados Unidos fabricaba más material de guerra (armas, munición, herramientas, ropa, comida) que Reino Unido, Alemania y Japón juntos y más del 10% del material del Ejército Rojo provenía de fábricas estadounidenses. Y todo ello sucedió a la vez que el nivel de vida de la población se incrementaba más del 15% (mientras que en el resto de países beligerantes descendía más del 20%).

Es muy interesante ver la guerra desde el interior de Estados Unidos, algo que en las historias del conflicto no suele tratarse. Testimonios de miles personas que, por primera vez, gracias a la producción industrial frenética, tuvieron un trabajo estable y pudieron comprarse una camisa, ir al cine o disponer de agua corriente y electricidad en una vivienda que no era equiparable a una chabola. Pero también los testimonios de los negros, discriminados en el ejército y en la empresa, que se negaba a contratarlos. Y los de los japoneses (decenas de miles) residentes en el país, que fueron encerrados en campos de concentración en la Costa Oeste.

Los procesos electorales del país no se vieron ningún momento alterados por las circunstancias, por lo que, en 1944, en plena guerra, volvió a haber elecciones. En esta ocasión Roosevelt no disimuló su intención de ser candidato, si bien tuvo que recurrir a un vicepresidente que no era su favorito pero que le garantizaba la unidad del partido y, de hecho, fue la victoria más apurada de las cuatro que logró. Llegado a este punto, la salud de Roosevelt era tan mala que en la conferencia de Yalta el médico personal de Churchill anotó en su diario que, como médico, veía a un hombre al que le quedaban pocos meses de vida.

Y así fue. Roosevelt no vería el final de la guerra y su vicepresidente, un granjero de Missouri cuya educación no había ido más allá de la secundaria, que fracasó en los negocios que emprendió, pero que se labró una carrera política desde la honestidad (fue el único demócrata que no participó en la red de corrupción del partido en Missouri) y la capacidad para conseguir acuerdos, sería el que, como él mismo confesó, accedió a la presidencia lleno de terror en 1945. Sería Truman el que se enfrentaría al comienzo de la guerra fría en Potsdam y el que sancionaría la decisión de lanzar la bomba atómica sobre Japón.

Y con el final de la guerra termina el libro y nos deja unos Estados Unidos que habían pasado de la depresión y el aislacionismo a ultranza a disponer de la mitad de la capacidad de manufactura de todo el planeta, generar más de la mitad de la electricidad que se producía en el mundo, atesorar dos tercios de todas las reservas de oro, producir el doble de petróleo que todos los demás países juntos y ser el impulsor y fundador de algunas de las organizaciones internacionales más decisivas e influyentes de los últimos setenta años: FMI, OTAN, Organización Mundial del Comercio…

Inevitablemente, eso forjó una leyenda acerca de la guerra en la que los comportamientos bestiales fueron piadosamente olvidados y dio lugar a una imagen propia que, desde fuera, siempre se observó como un ejercicio de cinismo. También dio pie al que quizá, por encima de la guerra fría, sea el hecho más significativo de la segunda mitad del siglo XX, el que más ha modelado el mundo hasta hoy día: la globalización. Resulta paradójico que el país que la impulsó (consciente o inconscientemente) hoy se vea a sí mismo como una víctima del proceso, esté abandonando las alianzas y organizaciones que él mismo creó y, al menos aparentemente, esté dejando en manos de sus rivales la toma de decisiones consensuadas a nivel internacional. ¿Quo vadis?