Entre el miedo y la libertad
David M. Kennedy
Uno de esos ensayos raros por la
brillantez reunida: contenido y forma; prosa de altura para describir con minuciosidad
en lo social, en lo económico y en lo político el camino que recorrió Estados
Unidos desde la Gran Depresión hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
El arco que dibuja Kennedy
comienza con el presidente Hoover (“el ingeniero”), un hombre brillante, con un
recorrido internacional deslumbrante en la empresa privada y unos conocimientos
técnicos apabullantes que fracasó en la gestión política de la enorme tormenta
económica de 1929.
El testigo lo recogió Roosevelt,
casi la antítesis de su predecesor; un hombre sibilino, astuto, que nunca
reveló a nadie sus auténticos pensamientos; brillante en la diplomacia y en la
consecución de acuerdos e incoherente en sus formulaciones económicas y
políticas; oportunista, si pensaba que ceder en el momento le convenía para
conseguir sus objetivos a largo plazo, lo hacía sin rubor. Una figura singular,
de una influencia enorme, elegido cuatro veces para el cargo (la cuarta
testimonial porque falleció meses después), que rompió todos los precedentes al
intentar más de un segundo mandato consecutivo, hasta el punto que la vigesimosegunda enmienda,
que limita el número de mandatos presidenciales a dos, se aprobó en 1947 debido
en gran parte al temor del Congreso a que el país terminara siendo un régimen
presidencial.
El camino de Roosevelt fue
tortuoso y, visto día a día, evitando la reelaboración del pasado desde el
conocimiento del presente, se muestra contradictorio, lleno de decisiones
opuestas y de pasos adelante y atrás. Sin embargo, lo cierto es que el
presidente consiguió llevar a cabo en líneas generales las grandes reformas de
las que sólo había esbozado una idea superficial: en 1937 la situación
económica había mejorado sustancialmente respecto a su primer año en el puesto
(1932), se habían asentado los cimientos de la primera Seguridad Social que
había conocido el país, se había ordenado el caótico sistema bancario y se
había abordado el espinoso asunto de la reforma del Tribunal Supremo, visto por
la población como un lugar sacrosanto, y que se oponía sistemáticamente a
cualquier intento de legislar desde el Gobierno las condiciones de contratación
que las empresas ofrecían a los trabajadores.
A pesar de todo, los problemas seguían
siendo colosales: millones de parados, una nueva recesión en 1937 que parecía capaz
de tumbar los logros conseguidos, enormes tensiones raciales que Roosevelt
evitaba abordar debido a su dependencia del apoyo de los demócratas de los
estados del sur y una obstinada reticencia de la mayoría de la nación a
involucrarse en cuestiones internacionales, independientemente de su naturaleza
e influencia en los asuntos del propio país.
Y entonces llegó el hiato de la
guerra. Roosevelt tuvo clara la necesidad de involucrarse desde el comienzo,
pero sólo dio pasos discretos y titubeantes ante la resistencia, incluso dentro
de su propio partido, a abandonar el aislacionismo. En 1940 Roosevelt sería
elegido para un inédito tercer mandato, durante el que se aceleró la conversión
de toda la producción industrial del país en una industria de guerra y Pearl
Harbor sería el detonante de la participación en el conflicto (algo que probablemente
habría sucedido de todos modos).
La guerra trajo a Estados Unidos
una prosperidad desconocida. El enfoque de producción en cadena, los colosales
recursos materiales y humanos del país y su lejanía de todos los escenarios de
combate, condujeron a la construcción de fábricas en las que trabajaban 40.000
personas que producían un bombardero al día. En 1944 Estados Unidos fabricaba
más material de guerra (armas, munición, herramientas, ropa, comida) que Reino
Unido, Alemania y Japón juntos y más del 10% del material del Ejército Rojo
provenía de fábricas estadounidenses. Y todo ello sucedió a la vez que el nivel
de vida de la población se incrementaba más del 15% (mientras que en el resto
de países beligerantes descendía más del 20%).
Es muy interesante ver la guerra
desde el interior de Estados Unidos, algo que en las historias del conflicto no
suele tratarse. Testimonios de miles personas que, por primera vez, gracias a la
producción industrial frenética, tuvieron un trabajo estable y pudieron
comprarse una camisa, ir al cine o disponer de agua corriente y electricidad en
una vivienda que no era equiparable a una chabola. Pero también los testimonios
de los negros, discriminados en el ejército y en la empresa, que se negaba a
contratarlos. Y los de los japoneses (decenas de miles) residentes en el país,
que fueron encerrados en campos de concentración en la Costa Oeste.
Los procesos electorales del país
no se vieron ningún momento alterados por las circunstancias, por lo que, en
1944, en plena guerra, volvió a haber elecciones. En esta ocasión Roosevelt no
disimuló su intención de ser candidato, si bien tuvo que recurrir a un
vicepresidente que no era su favorito pero que le garantizaba la unidad del partido
y, de hecho, fue la victoria más apurada de las cuatro que logró. Llegado a
este punto, la salud de Roosevelt era tan mala que en la conferencia de Yalta
el médico personal de Churchill anotó en su diario que, como médico, veía a un
hombre al que le quedaban pocos meses de vida.
Y así fue. Roosevelt no vería el
final de la guerra y su vicepresidente, un granjero de Missouri cuya educación
no había ido más allá de la secundaria, que fracasó en los negocios que
emprendió, pero que se labró una carrera política desde la honestidad (fue el
único demócrata que no participó en la red de corrupción del partido en Missouri)
y la capacidad para conseguir acuerdos, sería el que, como él mismo confesó,
accedió a la presidencia lleno de terror en 1945. Sería Truman el que se
enfrentaría al comienzo de la guerra fría en Potsdam y el que sancionaría la
decisión de lanzar la bomba atómica sobre Japón.
Y con el final de la guerra
termina el libro y nos deja unos Estados Unidos que habían pasado de la depresión
y el aislacionismo a ultranza a disponer de la mitad de la capacidad de
manufactura de todo el planeta, generar más de la mitad de la electricidad que
se producía en el mundo, atesorar dos tercios de todas las reservas de oro,
producir el doble de petróleo que todos los demás países juntos y ser el impulsor y fundador
de algunas de las organizaciones internacionales más decisivas e influyentes de los últimos setenta años: FMI, OTAN,
Organización Mundial del Comercio…
Inevitablemente, eso forjó una leyenda acerca de la guerra en la que los
comportamientos bestiales fueron piadosamente olvidados y dio lugar a una imagen
propia que, desde fuera, siempre se observó como un ejercicio de cinismo.
También dio pie al que quizá, por encima de la guerra fría, sea el hecho más
significativo de la segunda mitad del siglo XX, el que más ha modelado el mundo
hasta hoy día: la globalización. Resulta paradójico que el país que la impulsó
(consciente o inconscientemente) hoy se vea a sí mismo como una víctima del proceso,
esté abandonando las alianzas y organizaciones que él mismo creó y, al menos
aparentemente, esté dejando en manos de sus rivales la toma de decisiones
consensuadas a nivel internacional. ¿Quo vadis?