martes, 10 de enero de 2023

Vida de Samuel Johnson

 

Vida de Samuel Johnson
James Boswell
 
“Escribir la vida de quien con excelencia sin par ha destacado en la tarea de escribir vidas ajenas, y a quien, en consideración tanto de sus extraordinarias dotes como de sus muy variadas obras, pocos pueden comparársele en época ninguna, es empeño arduo y, por lo que a mí se refiere, quizá pueda tildarse incluso de presuntuoso afán.”
 
Así comienza la que quizá sea la obra fundacional del género biográfico tal y como lo entendemos hoy día. Un maravilloso conjunto de naderías, de retazos de conversaciones, de encuentros, de correspondencia de todo tipo; todo reunido de primera, segunda y hasta tercera mano por Boswell a lo largo de su vida y, en contra de lo que pudiera parecer cuando se lee, reelaborado incansablemente hasta que la Parca se lo llevó.
 
Un Johnson que queda convertido en un personaje casi mítico, pero también lenguaraz, como demuestra su opinión sobre el poderoso Lord Chesterfield:
 
“Una vez manifestada de un modo tan explícito su opinión sobre Lord Chesterfield, Johnson no se abstuvo de expresarse con total libertad: «Creía que este hombre – dijo – había sido un gran señor entre ingenios, pero me temo que pasa de ser un ingenioso entre señores.» Y cuando Su Señoría publicó sus cartas a su hijo natural, Johnson observó que «enseñan la moral de una furcia y los modales de un maestro de danza.»”
 
En 1763 se produce al fin el encuentro en persona entre Boswell y su idolatrado Johnson, que lo relata de esta forma:
 
“Este es para mí un año memorable, pues en él tuve la dicha de conocer a este hombre extraordinario cuyos recuerdos ahora escribo, hecho que siempre he de considerar una de las circunstancias más afortunadas de mi vida.”
 
También nos deja Boswell un Johnson que, como cualquier ser humano, es hijo de su época: “Una mujer que se pone a predicar es como un perro que sabe caminar solo con las patas de atrás. No lo hace nada bien, pero sorprende que lo haga…”.
 
El Johnson místico, pero también el pecador impenitente, poseído en ocasiones por una gula insaciable:
 
“(...) tan voraz era su apetito, y tal la intensidad con que a él se entregaba, que durante el acto de comer se le hinchaban las venas de la frente y era frecuente que sudara de forma copiosa. A quien fuese de sensaciones delicadas, esta actitud tenía que chocar por desagradable, y sin duda era inapropiada en el talante de un filósofo, quien debiera distinguirse por el dominio de sí mismo. (…) Quienes contemplaran con asombro cuánto era capaz de embucharse en cualquier ocasión difícilmente podrían concebir a qué se refería cuando hablaba de hambre”
 
Y así lo reflejaron también otros contemporáneos como John Sharp, que lo acompañó durante su estancia en Cambridge en 1765:
 
“Varias personas gozaron de su compañía durante su última noche en Trinity, donde hacia las doce empezó a ponerse grandilocuente; puso a modo a la pobre señora Macaulay, hasta dejarla monda y lironda, e hizo un brindis en su honor, bebiéndosela en dos lingotazos”
 
Boswell viajó dos años por Europa durante los cuales siguió enviando cartas a Johnson sin que este las respondiera. Hasta 1766, justo antes del regreso de Boswell a Inglaterra, cuando recibió una sentida carta del buen doctor:
 
“Cuanto más vivimos y cuanto más pensamos, mayor es el valor que aprendemos a dar a la amistad y a la ternura de nuestros padre y amigos. Padre y madre no tenemos más que uno y demasiado se promete quien ingresa en la vida contando con hallar muchos amigos.”
 
Y así, entre charlas, críticas y visitas casi diarias a las tabernas londinenses transcurría la relación entre ambos hombres, con algún problema de salud ocasional, como el de 1773, cuando, roído de dolor, el buen Johnson le encasquetó al doctor que le atendía: “Le ruego no me irrite. Espere a que esté mejor, ya me dirá después cómo curarme”.
 
Curiosamente, la primera descripción física de nuestro personaje no aparece hasta el final del libro, cuando Boswell, en un par de páginas, intenta resumir cómo fue su amigo:
 
“Tenía un cuerpo voluminoso y bien formado, y el semblante moldeado de una estatua antigua; ahora bien, su apariencia resultaba extraña y un punto zafia debido a sus acalambramientos convulsos, a las cicatrices dejadas por aquella afección que en tiempos se daba en suponer que tenía cura por el medio del toque de una persona de sangre azul, y debido asimismo a un inevitable desaliño indumentario. (…) Tan mórbido era su temperamento que nunca conoció la natural alegría que produce el uso libre y vigoroso de las extremidades: cuando caminaba, lo hacía con el paso desigual de quien lleva puestos unos grilletes; cuando cabalgaba, no tenía el menor dominio sobre la dirección que emprendiera su montura, y era llevado por el caballo como si viajase en globo.”
 
También recoge Boswell este testimonio, del que no cita la fuente:
 
“Es el individuo más raro y más peculiar que yo haya visto en la vida. Mide un metro ochenta, tiene violentas convulsiones de la cabeza y el cuello, y distorsiona los ojos al mirar. Habla con aspereza, en voz muy alta, y no presta atención a la opinión de nadie, siendo absolutamente pertinaz en las suyas. Mana de su boca el sentido común en todo cuanto dice, y parece poseído de una provisión prodigiosa de conocimientos, que no tiene el menor empacho en comunicar al primero que se le ponga delante, aunque con tal obstinación que da a sus parlamentos un aire falto de gentileza, algo zopenco, desagradable e insatisfactorio. En dos palabras, no hay palabras para describirlo. A menudo parece desatento a lo que suceda en la compañía que le rodea, de pronto parece una persona provista de une espíritu superior. He reflexionado acerca de él desde que lo vi. Es un hombre de genio universal y sorprendente en todos los sentidos, pero en sí mismo es tan peculiar que no hallo la manera de expresarlo.”
 
Ha sido una lectura de muchos años, en pequeñas dosis, y al final asombra la humildad de un Boswell, capaz de todo este trabajo y de este estilo lleno de gracia, que no duda en presentarse a sí mismo como una especie de Sancho Panza; algo que nunca fue. Fabulosa la traducción de Miguel Martínez-Lage; ni cien premios nacionales de traducción le harían justicia.

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