domingo, 4 de agosto de 2013

Todo lo que era sólido

Todo lo que era sólido
Antonio Muñoz Molina

A priori Antonio Muñoz Molina, articulista de El País, próximo durante muchos años a las posiciones del PSOE y militante comunista en su juventud, no reúne las condiciones para hacer un relato ecuánime del momento actual. Sin embargo, Antonio Muñoz Molina ha vivido fuera de España varios años (lo que da algo de perspectiva) y además es un escritor sensible y un hombre inteligente. Leyendo “Todo lo que era sólido” queda la sensación de que ha volcado mucho de sí mismo para tratar de purgar, al menos en el papel, las culpas de los españoles en lo referente a esta crisis brutal que lo está asolando todo.

Para empezar comienza consigo mismo, reconociendo cómo la militancia política ciega si no se pone cuidado. Recuerda cómo él en su juventud exculpaba a Stalin y a Castro de sus crímenes con tal de no dar argumentos “al enemigo”. Recuerda los disparates vertidos desde innumerables foros sobre la figura de Franco y la hipotética bondad de su dictadura. Recuerda sus comienzos en el ayuntamiento de Granada y al primer alcalde del PSOE, que ni siquiera cobraba por ejercer como tal, mientras que el segundo (del mismo partido político) ya ingresaba suculentos emolumentos y cacareaba en uno u otro tono según soplara el viento de los votos.

Hay dos capítulos demoledores en los que recoge datos aparecidos en la prensa sobre municipios ignotos de menos de mil habitantes que proyectaron y construyeron miles de viviendas con el objetivo (irreal, alucinado) de decuplicar su población en unos pocos años.

Recuerda su estancia en el Instituto Cervantes de Nueva York y las innumerables visitas de diversos presidentes de comunidades autónomas con séquitos centenarios gastando dinero a espuertas para publicitar no se sabía muy bien qué.

Nos recuerda sobre todo que poco a poco, de un modo imperceptible, la función política ha ido quedando en manos de bufones, de gente sin aptitudes ni conocimientos; individuos preocupados solo por el titular de prensa de mañana y por su propio bienestar dentro de la organización política en la que hacen de parásitos.

Uno de los rasgos más sorprendentes de la innumerable clase política española es la conformidad. Los dirigentes de cada partido son reelegidos una y otra vez con unanimidades norcoreanas. En los salones de actos en los que celebran sus congresos y aplauden con disciplinada devoción y levantan la mano en los momentos requeridos no hay probablemente nadie a estas alturas que no tenga un puesto bien remunerado, que no viva desde hace muchos años del dinero público. Algunos veteranos de los que tenían veintitantos años a finales de los setenta siguen ganando elecciones, o han llegado a la edad de jubilación presidiendo con aposturas patricias empresas públicas o privatizadas en las que cobran sueldos de plutócratas, cajas de ahorros a las que han llevado impávidamente a la ruina. Y también hay ya una segunda y hasta una tercera generación de cargos que han convertido en privilegio hereditario lo que empezó tan improvisadamente en los años primeros de la Transición, que no han respirado otro aire ni estudiado otra carrera que la del medro político.”

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