Todo
lo que era sólido
Antonio
Muñoz Molina
A
priori Antonio Muñoz Molina, articulista de El País, próximo
durante muchos años a las posiciones del PSOE y militante comunista
en su juventud, no reúne las condiciones para hacer un relato
ecuánime del momento actual. Sin embargo, Antonio Muñoz Molina ha
vivido fuera de España varios años (lo que da algo de perspectiva)
y además es un escritor sensible y un hombre inteligente. Leyendo
“Todo lo que era sólido” queda la sensación de que ha
volcado mucho de sí mismo para tratar de purgar, al menos en el
papel, las culpas de los españoles en lo referente a esta crisis
brutal que lo está asolando todo.
Para
empezar comienza consigo mismo, reconociendo cómo la militancia
política ciega si no se pone cuidado. Recuerda cómo él en su
juventud exculpaba a Stalin y a Castro de sus crímenes con tal de no
dar argumentos “al enemigo”. Recuerda los disparates vertidos
desde innumerables foros sobre la figura de Franco y la hipotética
bondad de su dictadura. Recuerda sus comienzos en el ayuntamiento de
Granada y al primer alcalde del PSOE, que ni siquiera cobraba por
ejercer como tal, mientras que el segundo (del mismo partido
político) ya ingresaba suculentos emolumentos y cacareaba en uno u
otro tono según soplara el viento de los votos.
Hay
dos capítulos demoledores en los que recoge datos aparecidos en la
prensa sobre municipios ignotos de menos de mil habitantes que
proyectaron y construyeron miles de viviendas con el objetivo
(irreal, alucinado) de decuplicar su población en unos pocos años.
Recuerda
su estancia en el Instituto Cervantes de Nueva York y las
innumerables visitas de diversos presidentes de comunidades autónomas
con séquitos centenarios gastando dinero a espuertas para publicitar
no se sabía muy bien qué.
Nos
recuerda sobre todo que poco a poco, de un modo imperceptible, la
función política ha ido quedando en manos de bufones, de gente sin
aptitudes ni conocimientos; individuos preocupados solo por el
titular de prensa de mañana y por su propio bienestar dentro de la
organización política en la que hacen de parásitos.
“Uno
de los rasgos más sorprendentes de la innumerable clase política
española es la conformidad. Los dirigentes
de cada partido son reelegidos una y otra vez con unanimidades
norcoreanas. En los salones de actos en los que celebran sus
congresos y aplauden con disciplinada devoción y levantan la mano en
los momentos requeridos no hay probablemente nadie a estas alturas
que no tenga un puesto bien remunerado, que no viva desde hace muchos
años del dinero público. Algunos veteranos de los que tenían
veintitantos años a finales de los setenta siguen ganando
elecciones, o han llegado a la edad de jubilación presidiendo con
aposturas patricias empresas públicas o privatizadas en las que
cobran sueldos de plutócratas, cajas de ahorros a las que han
llevado impávidamente a la ruina. Y también hay ya una segunda y
hasta una tercera generación de cargos que han convertido en
privilegio hereditario lo que empezó tan improvisadamente en los
años primeros de la Transición, que no han respirado otro aire ni
estudiado otra carrera que la del medro político.”
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