Soldado de Sidón
Gene Wolfe
En 1986 publicó Gene
Wolfe “Soldado de la niebla”, a la que siguió tres años
después “Soldado de Areté”. En ellas nace el soldado
Latro, cuyas andanzas terminan (al menos de momento: la publicó en
2006 con 75 años de edad) en “Soldado de Sidón”, que
publica La Factoría de Ideas –a la que hay que agradecer que
retome un autor tan abandonado en España- con unas cuantas erratas
en la traducción, unos bonitos grabados encabezando cada capítulo y
una portada que recuerda al egipcio Sinhué o a la tierra de
faraones filmada por Howard Hawks y que no refleja demasiado bien lo
que nos vamos a encontrar encerrado bajo las solapas.
Latro es un soldado
tocado por los dioses: olvida cada noche lo que le sucedió a lo
largo de la jornada; es, como lo describe uno de sus compañeros de
viaje, un recipiente roto. Por ello escribe en un pergamino, antes de
dormir, los sucesos del día, para poderlos leer de nuevo y recordar
artificialmente quién es y quiénes son los que le rodean. Todo está
narrado en primera persona a partir de las anotaciones del pergamino
y es tal la habilidad de Wolfe, que a pesar de recordar Latro casi en
cada capítulo su desmemoria, describir para sí mismo quiénes le
acompañan o cuál es su cometido, nunca nos aburrimos.
Esta tercera novela, al
contrario que sus predecesoras que transcurrían en la antigua
Grecia, se desarrolla en el Egipto sometido a la dominación persa.
De nuevo la mitología convive con los hechos cotidianos y las
apariciones de dioses y seres fantásticos se imbuyen de normalidad,
tanto para Latro (que parece un elegido de las deidades) como para el
resto de personas. Todos los habitantes de este antiguo Egipto
aceptan un más allá poblado de dioses y animales mitológicos y
todos son conscientes de convivir con ellos.
La etiqueta “novela
histórica” se ha vuelto, me temo, demasiado elástica y acoge
cualquier engendro que cite o se desenvuelva (al menos en la
imaginación del autor) entre hechos registrados por la historia. La
naturaleza de la obra imaginada por Wolfe creo que trasciende esa
etiqueta: a partir de una ambientación puntillosa se crea un Egipto
que probablemente nunca existió. Creo que no hay en toda la novela
un solo anacronismo. Los materiales, los alimentos, los ropajes, los
arreos de los animales, todo está pensado y descrito de acuerdo a lo
que se sabe de aquella época y, sin embargo, viajamos mucho más
allá; a un Macondo egipcio, transportados por prosa concisa y bella
y por una poderosa imaginación.
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