El
gran Gatsby
Francis
Scott Fitzgerald
Este
era una deuda pendiente desde que intenté leerlo hace la torta en
una vieja edición. En aquel entonces me resultó relamido y cargante
y como la película de Robert Redford tampoco me gustó nunca, quedó
enterrado. Cuando hace poco hablé del libro con un amigo, me dijo
que era un “must” (como dicen los americanos) y que había sido
muy mal traducido hasta que Anagrama editó esta traducción de Justo
Navarro en 2011.
No
sé si habrá sido la nueva traducción o el paso de los años, pero
en este segundo intento el libro se ha transformado para mí.
Elegante en la prosa, elegante en la construcción de la historia,
elegante en la formación de los personajes. Respira clase, estilo y
delicadeza en cada párrafo. Como cuando describe la cara de Daisy
bañada en luz o el rayo de luna que separa a dos amantes antes de
besarse.
La
novela se publicó cuando Fitzgerald rondaba la treintena, en una
época en la que frecuentó a Hemingway, viajó por Europa y fue
feliz con su mujer. Cuando ella aún estaba sana y el alcohol y los
aprietos económicos todavía no habían estragado el cuerpo y la
mente de él. ¡Qué gran escritor fue!
“Treinta
años: la promesa de una década de soledad, una lista menguante de
solteros por conocer, una reserva menguante de entusiasmo, pelo
menguante. Pero a mi lado estaba Jordan, que, a diferencia de Daisy,
era demasiado lista para arrastrar de una época a otra sueños
olvidados. Mientras atravesábamos el puente en penumbra su cara se
apoyó pálida y perezosa en la hombrera de mi chaqueta y la presión
tranquilizadora de su mano fue calmando el formidable golpe de los
treinta años.
Así
seguimos el viaje hacia la muerte a través del atardecer, que
empezaba a refrescar.”
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