Ensayos
Michel de Montaigne
El Señor de la Montaña. Así
llamaba Quevedo a Montaigne, quizá con cierta sorna. Ese noble francés del
Renacimiento que decidió retirarse del mundo, recluirse en sí mismo, dedicarse
a pensar, reflexionar, leer, escribir... De aquella decisión surgieron una
serie de escritos que el propio Montaigne reunió bajo el título Ensayos,
bautizando así todo un género mezcla de investigación, erudición, tanteo y
expresión de ideas.
Es curioso cómo se llega a veces
a un libro. Yo llegué a este solo porque encontré en una librería la edición de
Acantilado. Viendo ese tomo grueso, de páginas color vainilla con ese tacto tan
suave decidí comprarlo y comenzar la lectura. Aquello sucedió en 2007 y cinco
años después aún estoy a la mitad del viaje. Y seguramente cuando lo termine
volveré a empezarlo.
No existe ninguna organización en
estos ensayos. Parecen escritos solamente siguiendo la apetencia del autor;
quizá una lectura que hiciera, un suceso al que asistiese, una conversación que
mantuviera sembraron en él la necesidad del ensayo correspondiente. Tampoco hay
unidad temática: en un ensayo puede hablar de cómo guerreaban los partos y en
el siguiente de los libros, de la pedantería y del asesinato de César, de si es
mejor que una finca esté vigilada o no y de la idea de que filosofar es empezar
a morir. Un libro construido alrededor de las citas, que Montaigne usa con
largueza y que glosan permanentemente cualquiera de los temas que Montaigne
trata.
A pesar de las citas, del título
de los escritos y de la distancia temporal que nos separa de este Señor de la
Montaña, durante la lectura nos sentimos cerca de él. Es como tratar a un amigo.
Quizá porque, como el propio Montaigne señaló en el prólogo de sus ensayos, “yo
mismo soy la materia de mi libro”.
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